Federico sentía calor en el brazo. Se miró y lo encontró bañado en sangre, que aún no había cubierto en su totalidad su extremo superior derecho. El palpitar del corazón le asediaba por la nuca, donde sentía en la piel no sólo el golpeteo incesante del músculo, sino también cómo millones de hormigas caminaban por su cabeza, se movían hacia las orejas de forma frenética, y volvían a la nuca, al cuello, al brazo izquierdo. La respiración agitada iba al compás del pecho, que se inflaba como un preservativo que busca ser comprobado por una prostituta. Se llevó la mano derecha, a la cual ya había llegado ese néctar de los vampiros y algunos enfermos psicópatas, y se refregó los ojos. La mano ahora estaba liviana, se había liberado del peso del cuchillo que tenía hace tan solo minutos, cuando estaba cortando queso para poner sobre la pizza. Siempre le gustaba comer pizza los días viernes. Esa noche estaba contento porque había dejado todo listo en la mañana para no tener que terminar pidiendo al delivery de siempre. Al menos ahora había comprado prepizzas en esa fábrica de pastas prestigiosa del barrio. Había comprado queso muzzarella en el almacén venido debajo de la vuelta de su casa, atendido por Felisa. La Señora Felisa conocía a Fede desde que era un chico rubio con cara de tímido y corte tasa en el pelo. Fede siempre pasaba por el almacén de Felisa para comprar caramelos antes de entrar a su turno tarde de colegio. La jornada completa era dura, pero él vivía a menos de dos cuadras y podía darse el lujo de volver a comer con su hermana mayor, de 18 años, y su sobrino de 8. Fede por entonces tenía apenas 6. Paula era la encargada de tenerle la comida hecha para que pudiera cumplir con ello, ver en la tele los dibujitos que le gustaban, y volver con energía recargada. La idea había sido de Sofía, la madre de Paula y Federico, Abuela de Mike. Sofía había sufrido un infarto cuando Paula quedó embarazada, con tan sólo 10 años, una de esas cosas que había escuchado muy cada tanto en la televisión, eran noticias de otros lugares, lejos, más allá de General Paz, o no tanto, o más bien a pocos minutos de su casa, o más bien ahí, en el cuarto contiguo, en esos pasos sigilosos. Mike era un chico que había nacido con los ojos inyectados en sangre, y de un color negro infame. Paula lo cuidaba como a un perrito, esperaba que se hiciera pronto el momento en que creciera y se fuera para poder retomar la vida que no tuvo. Sofía aún trabajaba cuando Federico salió del colegio secundario a buscar trabajo, el cual consiguió como cadente de una financiera. Todas las mañanas, antes de irse al trabajo, Fede pasaba por el almacén de Felisa, que lo esperaba con una barrita de cereal y una coca cola de 600, además de un Camel Box, el cual aún se resistía a vender en una, dos ocasiones. El rostro de Federico era igual al que tenía a los 6 años, con las diferencias que el pelo se fue oscureciendo y desapareciendo en la parte superior, y la sonrisa tímida que siempre tuvo ahora era envuelta por una frondosa barba candado. Aquél día Felisa se sintió contenta de venderle muzzarela, porque siempre hablaban de lo mucho más rica que resulta la pizza cuando uno le mete sus propios ingredientes. Por eso Federico había comprado además una lata de sardinas, 150 gramos de cocido, 100 de salame, 100 de aceitunas, orégano, y hasta una caprichosa lata de palmitos. Cuando compró las prepizzas, se sintió feliz de ser atendido por Clara, la chica tan jovencita y de piel tersa que en cierto sentido le hacía acordar a Paula. Recordaba a su hermana como una joven con una sonrisa en espera, en pausa, esperando volver en algún momento. Pero esa es otra historia.
Al llegar a su casa, ahora solitaria, Federico se había desprendido de la mala vibra del microcentro porteño, se había dado un baño, había puesto un cd de The Doors que escuchaba a modo de luz verde, era viernes después de todo. Luego de varios preparativos realizados (ya tenía la mesa lista y un chopp en la heladera, al lado de dos cervezas negras) frunció el seño. Algo había olvidado y eso le producía un fuerte dolor de cabeza, una puntada. El gesto coincidió cu ando tocaron el timbre y salió a abrir. Tenía aún el cuchillo en la mano cuando Clara había aparecido frente a él, con una tímida sonrisa y una frase en la boca. “Al final vine” dijo, y Fede recordó que no había comprado salsa de tomate.
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