La ciudad es porteña, tal vez de ahí la rara sensación de estar cerca, cuando en realidad no es así. Se recorren las mismas calles, mismas peatonales que se cruzan en Microcentro, mismos locales imperialistas que venden sus ricos y cremosos helados de máquina. Mismos chicos que caminan semidescalzos, con el mundo que los empuja a seguir siendo pobres para siempre, y que crecen bajo la consigna de pedir una moneda, porque para lo demás se nos cerraron las puertas (nos cerraron las puertas). El boulevard ameniza un poco la sensación de ciudad cerrada, e imita una ciudad costera de esas que se atiborran en enero. La costa llama a tirarse de cabeza desde lo más alto del monumento a la bandera, icono mucho más agradable que el obelisco. Como mínimo más imponente.
Más allá de todo eso, hay algo, ahí, en el aire, entre el viento. Algo. Todo siempre depende de uno, de cómo haga el viaje, con quién, bajo qué contexto, en ese sentido podría encontrar una explicación a lo bello que encontré todo. Pero hay algo. Se nota. Es imposible describir. Hay algo escondido, uno pasa cerca de la costa e Inodoro te sopla una frase al oído. Aunque no se escucha, va directo a una parte del cerebro que te provoca sonreír, respirar.
No es extraño que uno quiera que Rosario esté tan cerca.
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