miércoles, 14 de diciembre de 2011

Un viaje a Chile

La última vez que visité Chile tenía 5 años. Al menos eso demuestra una fotografía del año 1986, mes de febrero. Estamos (creo) a los pies de un micro. La familia a pleno. Mis padres y mis tres hermanos. Si mal no recuerdo tengo una remera color rojo y azul, y un short, aunque bien debo estar inventándome una ropa que jamás tuve.  Del mismo modo que ahora (casi a ciegas) no puedo recrear la escena que tantas veces vi en aquella fotografía cuadrada y más bien pequeña, en aquél instante en que alguien nos retrataba no podía tener conciencia de lla situación en que podía estar más allá de mi familia.

Mis recuerdos son más bien vagos e inventados, surgen de relatos de los grandes.  Sí tengo la memoria de unos caramelos sueltos confitados, a los que yo llamaba porotos dulces.  Sí recuerdo estar setnado en una mesa comiendo eso con muchos chicos de la edad de mis hermanos, es decir, mayores que yo. Niños y niñas que saboreabamos de la misma bolsa de dulces.  Tengo recuerdos de un niño, un bebñé, con quien me saqué una foto en una silla.  Recuerdo a mi tía María dándome una indicación que no llegué a entender. Y una foto en brazos de mi abuelo. A él lo recuerdo borroso. No tengo mucha más memoria de aquél viaje.

Pasaron años.  Mi niñez fue arrastrada por un tsunami imparable y mi adolescencia se fue como el linyera que se pierde en el horizonte de la vía del tren con destino a alguna estación amable.  Con ese tiempo aprendí a mirar el pasado de la manera en que lo hacen los que hace 20 años llamaba señores.  Tomé conciencia de qué fueron los 80, los 70. O al menos eso intenté.  Me encontré en una nueva posición frente a todo. Me enamoré. Caminé. Trabajé. 

Un día volví. El motivo del viaje era similar a aquél que realicé a mis 5 años. Familiar, con otros integrantes. En algún momento, mientras bajo nosotros se alzaba la majestuosa Cordillera de los Andes, me motivó una sonrisa la idea de que la última vez que viajé tenía menos edad que esa relación, la cual era motivo casi excluyente de ese viaje.  

Ese día que volví, no parecía ser más que ello. Era una ciudad desconocida, nueva. Un aire distinto, un horizonte que se recortaba hacia arriba.  Una tonada familiar. Un gusto que me daba cierta nostalgia. Un extraño sabor a leyenda que me aceleraba la sangre de vez en cuándo.  De pronto todo se volvió como encontrar aquella foto, tirada en el cajón grande del mueble del comedor.  Pasar un paño y notar que se volvía más nítida.  Allí estaba yo, con mis 5 años, mis pantalones cortos, mis medias blancas, mis zapatillas negras y mi corte de pelo casco.

Allí lejos quedó, finalmente, el recuerdo. Ha pasado a ser lo que es.  No fue hasta entonces que me di cuenta que era algo pendiente. El recuerdo comienza a ser cuando se logran desprender de él los hilos que arrastramos a cada paso.  Uno se desprende de los recuerdos, pero jamás de aquello que lo ha ligado a él.


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