martes, 2 de septiembre de 2008

Una canción sobre musas que sirvió de musa

"... escribir una canción aunque no haya algún pretexto, dedicarsela al primero que vaya caminando ... al olvido selectivo, a la memoria perdida a los pedazos de vida, que no vamos a perder jamás."- Andrés Calamaro

El olvido selectivo nunca fue una gran virtud en la vida de Andrés. Solía dejar a un rincón las situaciones importantes, aquellos momentos felices, y en cambio atesoraba los momentos más mustios para retrotraerse a ellos en los días nublados y oscuros, pero también en los momentos en que el sol abrazaba su calva aún debajo de la boina que había heredado de su padre. La boina era de un color verde, a cuadros, estilo escocesa, y no era parte de la tendencia que indican las modas. De hecho, no lo había sido en los últimos 20 años, momento en el que Andrés tomó conciencia del dichoso detalle, que si bien no era de su total importancia, guardó en un rincón muy apartado de aquellos de donde las telarañas no eran tan frecuentes. En esos rincones se mezclaban besos que nunca existieron, fiestas a las que no había sido invitado, rechazos con flores en las manos, discos rígidos que bruscamente habían decidido terminar con su vida útil en momentos cruciales, entrevistas laborales que lo dejaban cabizbajo y con preguntas sin responder. Pero también había actos escolares en los que sufrió la risa del público, canciones que recordaba porque le resultaban horribles y hasta una foto que recorrió el barrio con su total descontento e indignación. Una tarde, al llegar a la estación de Villa Luro, recordó una linterna que había comprado a un vendedor ambulante con la promesa de que podría recargarla cuantas veces quisiera y alumbraría 500 metros. Nunca pudo llegar a prender la lamparita.

Cierto día, Andrés se paró en seco en el living de su hogar. De pronto había olvidado todo. Miraba los muebles y no encontraba motivos para no sentirlos suyos, para no sentarse en el sillón mullido y disfrutar de prender la tele y ver una película, que sin dudas sería nueva, no tenía recuerdos de haber visto ninguna en su vida. Abrió la heladera y encontró una botella de cerveza que se le antojó refrescante. En un cajón tenía maní, un chispazo le recordó haberlos comprado un día distante entre nebulosas y chinos curiosos. Mientras buscaba encontró, colgado en una percha, la boina escocesa de su padre. Recordó entonces no el momento en que debía despedirse para siempre de aquél hombre bueno de rasgos serenos, sino el día en que, caminando por la calle, soleado como pocos, él iba haciendose vicera con la mano, hasta que su padre le acomodó la boina por primera vez. Se creyó grande. Andrés sonrió y dejó escapar, en una lágrima, un torrente de alegrías que tardarían mucho tiempo en abandonarlo.

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