jueves, 1 de mayo de 2008

Descripción


Dicen que la barba le costó tenerla. En algún libro se desdramatiza el hecho de que hubiera tomado hormonas para obtener el rostro poblado de bello con el cual se lo conoce. Paradójicamente su, tal vez, más famosa fotografía, lo muestra joven, desafiante, mirando hacia un costado con un cigarrillo en la boca apuntando hacia el otro. Con una sola ceja en línea recta y el cabello peinado de manera prolija. Podríamos hablar de dos distintos Julio Cortázar, uno el ex profesor asqueado por la parafernalia peronista que se exilió en Europa, elegante, lampiño y preocupado por el qué dirán, y otro el hombre de barba espesa, cabello largo, anteojos gruesos, sonrisa amarillenta por efectos de la nicotina, que demostraba por lo que ocurría durante aquellos años en América Latina. Escribía por entonces desde su adoptada Francia. Tal vez sea mejor enfocarse en los puntos coincidentes entre ambas figuras, que sin embargo, no dejan de ser la misma. El cigarrillo en sus manos, en su boca, o quizás en sus pensamientos. La máquina de escribir. Es raro, cuando veo una foto de Julio Cortázar, no puedo dejar de pensar que no muy lejos de ese plano y de la posición de la cámara de fotos, está la máquina de escribir, esperando deseosa de librarse al delirio de su dueño.


Otro aspecto es la altura de Julio. Esa que fue creciendo junto a su edad, junto a sus ideales, junto a sus libros, novelas, cuentos y cronopios. De sus largos dedos surgieron personajes inolvidables, como la Maga o incluso, Andrés Fava. Mundos irreales y tan parecidos al lugar que pisamos día a día sin darnos cuenta, que hasta da miedo. Los dedos largos surcando el tablero de la máquina, los ojos de color oscuro profundo, concentrados, un mechón de cabello que cae y es inmediatamente colocado en su posición, hacia atrás. Y en la hoja hay París y Buenos Aires en el mismo párrafo, con el mismo personaje, hay manos que se acarician y comienzan un juego impiadoso. El mejor reflejo de su mirada, un ojo en Buenos Aires, otro en Europa, en París. El efecto de su visión fue, en sus últimos años, un poco más disimulado por los anchos cristales que llevaba por lentes. Cortázar hablaba en porteño con tono de francés, arrastraba la erre como Pepe Le Peu pero no dejaba de ser el chico que se crió en Banfield que mataba hormigas con veneno. Desde allí creció, en estatura de una manera desmesurada, si hasta llegó a algunos aquél mito de que crecía un centímetro por año hasta que lo alcanzó su muerte, a los 69. Y dentro de todo no se puede negar que, incluso después de su fallecimiento, su figura siguió y sigue creciendo, sin necesidad de hormonas ni de mitos.

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