jueves, 8 de febrero de 2007

Tormenta

La vereda del barrio donde yo vivo solía inundarse. Recuerdo de pequeño haber salido a jugar con el agua hasta las rodillas y, en algunos sitios, como ser zanjas o desniveles, casi hasta la cintura. Pero siempre hablando de la estatura de un chico de unos 6, 7 años. Una vez, en una de esas inundaciones, producto de la sudestada -algo que de chico nos sonaba a un monstruo hembra enorme, con o sin dientes, pero que hacía que todas las nubes vayan rapidito por el cielo para el lado de la avenida- apareció de la nada un bote, con dos chicos que cobraban por llevar a la gente desde la cuadra inundada hasta llegar a la otra calle, donde ya los colectivos no se veían impedidos de realizar sus recorridos. Fue sólo esa vez. Las inundaciones no volvieron y, ni el bote ni los chicos, fueron vistos más por el barrio. Lograron ser una leyenda, ya que las vecinas más imaginativas, decían que se preparaban para otra inundación, reformando el bote hasta hacerlo un crucero. Bajo esa ilusión pasó mi infancia, pasó mi adolescencia y también buena parte de mi adultez, riendo de lo que sólo era una historia de alguna vieja que sabía como mantener a los chicos en ese mundo fantástico que siempre envidiamos cuando lo creemos olvidado. Fue entonces que, un día, a eso de las 6 de la tarde, se largó. Al principio fue como cualquier lluvia, gente que corría presurosa por las calles, evitando las veredas rotas, para llegar a sus casas, como si el agua de lluvia fuese algo contaminante, repulsivo, inaceptable. Como si las gotas de la lluvia, sean finitas o gruesas, contuvieran entre sus componentes un bichito que pudiera picarnos y darnos comezón durante veinte años ininterrumpidos. Durante la primera media hora, la gente corría bajo ese festival de agua que caía y azotaba el pavimento. A los cuarenta minutos no había un alma en la calle, sólo la lluvia alternando entre grandes momentos, gloriosos, espléndidos de aguaceros interminables y segundos de paz en donde el cielo parecía tomar aire para volver con más fuerza luego. Era un completo espectáculo que, en algunas horas, logró cambiar las caras de los vecinos de un gesto evidente de goce por el pasatiempo de ver la lluvia caer a uno de pequeño temor por esa lluvia que no paraba. Claro que el temor pasó a pánico cuando, en las casas más bajas, la lluvia comenzó a entrar sin permiso, acompañada de un fuerte viento que hacía sonar las campanitas de las puertas, logrando sumar un instrumento en la banda de sonido del show. Y el pánico fue inmediatamente desesperación cuando la calle y las veredas desaparecieron y todo fue agua. Desde las casas ubicadas en los sectores altos del barrio, caían llevados por el improvisado río, televisores, lavarropas, muebles, chicos con sus computadoras que seguían mirando el monitor esperando que se encendiera nuevamente, e incluso una cama con su pareja moradora que no había dejado que la tormenta catastrófica de la calle interrumpiera su propia tormenta de éxtasis. Los pocos autos estacionados en las calles ya eran un triste recuerdo de deudas, choques, viajes interminables y horas de peaje. La noche ya había caído y el agua ya había cubierto a la mayoría de las casas bajas. Las familias habían pasado de una casa a otra vecina para intentar sobrevivir. Sollozando por lo que dejaban detrás, por los colchones que ahora estarían vaya uno a saber dónde. La lluvia ya no era un show, sino que era una algo desastroso, interminable, horrible, apestoso, maldito, pestilente y, en palabras de los más sabios, de mierda. Entonces apareció, de la nada, un bote. Sus integrantes, por unas monedas, te llevaban desde donde estuvieras atrapado a un lugar alto y seco. Desde ese lugar, a más de una cuadra, se podía volver a disfrutar de la tormenta.

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