martes, 20 de febrero de 2007

Cabizbajo


Un recuerdo se había instalado en un rincón de la pieza y no quería irse. Entre todo el humo parecía feliz, parecía asentado, parecía cómodo. Miraba de reojo cada tanto, y por su sonrisa no parecía notar mi indiferencia. De vez en cuando reía irónico y se rascaba la cabeza, algo fastidiosa cuando veía que no lo miraba como solía hacerlo.

Cerca de terminar el décimo cigarrillo me di cuenta que no lo estaba disfrutando como hacía tiempo. Me producía una sensación empalagosa en el paladar, tal vez la marca no era de las mejores, es cierto. Encontré que mis gustos habían cambiado, que me había vuelto más selectivo, que los años me habían traído una bolsa de posibilidades y que sin darme cuenta había tirado varias de ellas a la basura, junto con cartas, paquetes vacíos y cajitas de fósforos con clavitos adentro. Iban opciones y cosas que siempre había tenido en cuenta, pensado, no adoptado como propias, pero que las mantenía como opciones. Y ya no. Ya no podía fumar esos cigarrillos baratos sin sentir asco, aún sin darme cuenta. Ya no era una opción elegir, ya tenía que hacerlo de manera indispensable.
–Algunas cosas no cambian –me dije y salí, como tantas noches sin dormir, a comprar cigarrillos buenos al kiosco de la esquina.

Volví, con mi vuelto de 50 centavos en caramelos masticables y el paquete de 10 abierto, con uno menos. Sentí que afuera calor cuando llegué a mi asiento y estaba sudando. La radio seguía prendida y la apagué, porque después de muchísimo tiempo, me resultaba molesta. Cuando pensé que el silencio me iba a abrazar, el llanto. El recuerdo arrinconado en esa oscura parte de la pieza, desnudo, se cubría la cara con las rodillas y lloraba, desconsolado. Tal como pensaba, no me dio pena. Lo sentía mío, lo sentía demasiado mío, pero no me dio pena. Por su culpa había empezado a fumar, por su culpa no dormí durante noches enteras, días enteros. Fue su risa la que me mantenía despierto y con las sábanas hasta el cuello y las manos heladas, temblando pero nunca de frío. Las charlas interminables con el humo y aquél recuerdo que se levantaba, sin dejar de llorar, y caminaba hacia la puerta de mi habitación, y se desvanecía de a poco antes de abrirla.

Fue solo cuando decidí acostarme, que tuve en el pecho un cierto peso que no me permitía respirar bien, la cabeza incómoda en la almohada y el calor que subía desde mis pies y me incendiaba de a poco los cansados y enrojecidos ojos. Los cerré con fuerza y escuché, lejos, no en este mundo, una risa que me era dolorosamente familiar.

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