viernes, 5 de enero de 2007

Ring a la mañana


Sonó el teléfono a las seis de la mañana. Interrumpió algún sueño en donde se mezcló el ring que me hizo despertar y volver a mi realidad de pieza sola. Atendí pero, como suele pasar cuando uno tarda en levantar el tubo, cortaron. Quise volver a dormir, pero a los diez minutos, de nuevo lo mismo. Esta vez sonó cuatro veces antes que atendiera, y al hacerlo, escuché una voz lejana, que se perdía. No alcancé a escuchar qué decía, pero sí noté clarito el clic del auricular cortando la conversación trunca. Me levanté para leer los clasificados del diario, y me interrumpió nuevamente el aparato. Esta vez era mi madre, avisando que podría pasar a cenar por casa, preguntando novedades y contando un abanico de cosas que sólo sirvieron para que hierva el agua del mate. Me dispuse a salir para recorrer el camino del desempleado, pero cuando casi cierro la puerta. otra vez el ring. Corrí de nuevo hacia la mesita de vidrio en la que descansa el teléfono y expuse un “hola”, algo agitado pero esperanzado en que el llamado fuera de algún trabajo. Pero no, un hombre, por cuarta vez entre ayer y hoy, me contaba las novedades de un servicio de llamadas de larga distancia. Uno ensaya diferentes mentiras con estos casos. A veces digo que soy menor de edad y no puedo decidir eso, aún con voz ronca de cigarrillo y café. Otras veces advierto que no hago llamadas a nadie pues soy poco sociable, también soy el hombre que limpia y la patrona no está en casa. Una vez llamaron de un servicio de internet para ofrecerme un plan más barato, el cual escuché y pregunté entusiasmado durante veinte minutos, hasta que el vendedor me preguntó si me interesaba y simplemente dije “no”. “Pero, mire que paga menos”, “si, ya sé, pero no tengo ganas” respondí. En esta ocasión, el hombre me ofrecía un gran plan de llamadas al exterior. Recordé el episodio de Seinfeld y le dije que no sabía en ese momento si aceptar o no, que tenía que pensarlo, entonces le pedí el número de su casa para llamarlo luego, a lo que él se negó. “Ah, no le gusta que lo llame un desconocido a cualquier hora para hablar de llamados de larga distancia”, respondí. “No”, dijo el hombre algo resignado. “Bueno, tenemos algo en común”.
Quizás más por una cuestión de escaparme un poco de ese lugar, salí a la calle y tomé un colectivo. No venía muy lleno, pero el único asiento libre era al lado de una chica vestida de uniforme de colegio. Me senté junto a ella y noté que hablaba por celular, mediante mensajes de texto. Fuimos juntos un trecho, y, no le miento, mi curiosidad pudo más y fisgoneé algunas de las frases. Nada del otro mundo, solo que mal escrito, con letras K que me dieron a pensar que tal vez, era una oficialista de la primera hora. Antes que me pidiera permiso para pararse, recibió un mensaje que decía “y si nos bajamos ahora?”. La chica salió de su asiento mandando otro mensaje, y fue dos lugares más hacia delante, donde un chico la esperaba sonriente, con un celular en la mano que sonaba y recibía un “dale” como respuesta. Ambos rieron y bajaron del colectivo. Los vi bajar y noté que ahora hablaban como si nada pero sin celulares. Miré alrededor de mí y encontré, al menos cinco o seis personas más con las cabezas gachas y sonreían, lloraban,eran indiferentes, pero todos con sus aparatitos entre las manos. Y pensé que, tal vez, me había subido al colectivo equivocado.

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