jueves, 15 de agosto de 2013

Daniel con pelota dominada

Daniel no era un buen pibe. Era de esos pendejos que se creen más de lo que son, como si decir "paja" o "guasca" lo transformasen misteriosamente en un adulto.  No recuerdo su segundo nombre (tal vez era Daniel) pero sí recuerdo aquella vez en que, jugando a la pelota en el patio (tal vez una hora libre), venía con la bocha dominada.  

Reconozco que era bueno. Pero también reconozco que yo era mejor.  No en la escuela, donde por esas cosas de la vida, me volvía un ser tímido que no gustaba de demostrar mis habilidades por temor a que algo me saliera mal.  Ese mismo modo de actuar lo llevé durante algún tramo de mi vida adulta. Y fue tras aquél final en la UBA en la que decidí cambiar la forma de ser.  Era mi primer final en la carrera de Ciencias de la Comunicación (Historia General) y luego de un paupérrimo primer parcial y un más que digno segundo, llegaba a la fecha de final. La ayudante de cátedra que me tomó (una mina que pasaba los 25 y que demostraba sus primeras armas en la enseñanza) se percató de aquél detalle de las notas durante el año y me lo remarcó.  Le expliqué mi nerviosismo y ella me escuchó para luego decir "es sólo un escamen".  Creo que mi cara fue suficiente para que notara cierto sarcasmo al recibir ese dicho. "Y bueno, claro, en realidad la vida entera es un examen, por eso no veo el por qué de los nervios ante un papel" me retrucó.  Luego de eso el final fue una charla amena sobre situaciones históricas, en los que incluso me di el lujo de dar datos irrelevantes que me habían llamado la atención, lo cual bifurcaba el final en una charla, en un comentario, en una pregunta, en una reflexión, en una risa, en un parpadeo, en una nota, en una invitación, en una cerveza, en una picada, en otra birra, en un cigarrillo, en un taxi, en un beso, en un hotel, en un desayuno insípido, en un recuerdo, en un instante.  

Pero aquél sentarme a dar aquél final, calzaba en aquél momento en el que Daniel ya había dejado atrás a 3 compañeros de mi equipo y se perfilaba hacia nuestro arco.  Para nosotros atajaba Pablo, que era no muy bueno en cualquier deporte. Daniel ya saboreaba su golazo, lo pude ver porque tenía esa cara de forro gozador que tenía cada vez que hacía algo bien.  No sacaba la lengua, como yo había visto que hacían algunos jugadores y, por ende, buscaba imitar. Iba serio, con los ojos marrones oscuros grandes como su ego. No venía trastabillando ni nada, sino recto, con la bocha atada al pie derecho.  Yo, defensor, sabía que me iba a salir para mi izquierda, porque tenía menos zurda que Pnochet.  Pero tampoco quería perfilarme ni regalarle costado alguno, así que por un momento quedé casi inmóvil, aunque al tenerlo a menos de un metro comencé a retroceder.  Obviamente él iba con la cabeza puesta en el arco, yo ya había desaparecido prácticamente, o tal vez me veía como un cono de entrenamiento. Y ya veía su sonrisa de forro al salir festejando y mirando hacia atrás, dedicándome el gol a mi, que había vuelto a ser yo.

No creo que en ese momento tuviera en la cabeza todos estos pensamientos. Como tampoco tuve esa línea argumental de lo que podía pasar con la ayudante de cátedra que me tomó el final de Historia. Tal vez de haber sido así, las cosas no hubieran sido, y no habría tenido un final aprobado o una noche con una mina en aquél telo de buena calidad de Flores.  Pero en ese momento en que le dejaba a Daniel su flanco derecho para que el amague dejara de ser tal y tirase la bocha larga, tampoco tenía en mi mente que debía de controlar la fuerza con la que las suela de mis zapatilla buscaban frenar el disparo.  
Al final de cuentas no tuvo ni fractura expuesta, ni nada que se le parezca. Tan solo fue un golpe fuerte tras el cual Daniel salió de la cancha llorando.  Lo que había hecho no fue heroico ni tampoco aplaudido. Pero a mi, en ese momento, algo me cambió.  Y lo puedo ver solamente a la distancia.

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