Por ahí camino, muchas veces. Las badozas del pasillo tienen los colores del equipo de fútbol del barrio. El zaguán respira anécdotas que no se pueden contar y también de las otras, las que no se recuerdan. Los escalones de mármol tienen esa maldita costumbre de ensuciarse durante las noches, cuando se marcan huellas de zapatos grandes y finas puntas de tacos. Las paredes se niegan a mantener una pintura nueva durante más de un par de horas. En la misma noche se comienzan a humedecer al punto de rechazar el mismo color ocre con que se insiste en decorarlas. En la mitad del pasillo hay una canilla de agua. Es la que de chico me sacaba la sed en medio del picado que armábamos en la calle, con las puertas de dos garages enfrentados (no de forma directa) hacían las veces de enormes arcos con un travesaño que, por convención barrial, era a la altura de una misteriosa mancha roja.
Este pasillo era mi túnel de salida, la entrada a los vestuarios. Era el detrás del telón de cada momento crucial. Fue el que me vio llorar cuando a los 12 años me robaron por primera vez, cerca del microcentro, en una de esas aventuras pre adolescentes. Fue el mismo pasillo el escenario de la pesadilla que tuve, también en la adolescencia, y que alguna vez sueño con volverla un corto. Fue, también, el pasillo donde vi por primera vez entrar a mi casa a mis sobrinos, a mi novia, a mis hermanos en su primer visita luego de irse del hogar. Fue el pasillo donde una vez te di un beso. Fue el pasillo donde me lastimé la rodilla, ahí en esa pequeña cicatriz que no se fue, y que sangraba como la puta madre. Ese pasillo, sigue ahí, sigue igual. Y eso es todo.
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