Había que esperar, no quedaba otra opción. El sol de aquél día daba latigazos a quien permaneciera bajo su calor durante al menos 2 minutos. En la parada del 28, en Avenida Garay y Bolívar, no había mucha sombra sobre la cual guarecerse. La plazoleta estaba enrejada y cerrada. El encargado de abrirla a las 9 de la mañana permanecía en el sillón de su minúsculo departamento, en cuero y con el pantalón largo a medio sacar. Un vómito de color claro le enfriaba la cara desde hacía varias horas. Los árboles dentro de ese rincón verde en la ciudad, parecían burlarse de la chica que esperaba con las gafas de sol puestas y una remera musculosa clara, que no combinaban con el short multicolor algo descocido. La chica estaba descalza, con lo cual se empecinaba en dar saltitos que protegieran las plantas de sus pies del efecto sartén que el clima hacía tanto en el asfalto como en la vereda de cemento La chica sacó el celular del bolsillo, se corrí de la cara un mechón castaño claro, y observó. Era casi la hora, faltaban 5 minutos según le habían dicho. Del otro bolsillo tomó el paquete de 10 cigarrillos en el cual quedaban 3, acomodados en un costado del minúsculo paquete. El espacio era ocupado por un cartón doblado. Sacó un cigarrillo, buscó el encendedor y lo prendió. Finalmente decidió sentarse en la vereda, aún con la cajilla en la mano. Por unos instantes se acomodó la cara entre las piernas y derramó lágrimas de felicidad y amargura. El resto de la avenida estaba completamente desierta. Era casi mediodía del 1 de enero de 2010. Por la vereda de enfrente, un perro albino se acercaba, sigiloso. Estaba rengo de una pata delantera, con lo cual su andar era aún más triste y cansino. Los ojos completamente blancos, tal como su pelaje, solamente se distinguía una nariz roja, color carne viva. Se acercó, torpe y borracho hasta la joven que lo observaba con pena. Con un ladrido seco y potente, la hizo levantarse de golpe. Estiró la pata, la cual estaba embarrada y con poco pelo. Irene sacó el cartón doblado en dos de la caja de cigarrillos. Tenía escrito con crayón verde el número “28”. El perro lo marcó con los dientes justo al momento en que un bache se abrió sobre la calle Bolívar. Tocando bocina y de forma repentina, apareció un colectivo desvencijado, con un cartel rojo que decía “B. Hernández – La Salada”. El perro pegó dos ladridos y el bondi frenó justo en la esquina. El conductor, con anteojos oscuros, la camisa desabrochada y el pelo completamente enredado y corto, fumaba por la ventanilla. Irene subió, y sin dejar que termine de apoyar los dos pies en el primer escalón, el colectivo arrancó, obligándola a perder el equilibrio.
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