Hace más de 10 años podía verme afectado por la medida del entonces gobierno de Eduardo Duhalde en la provincia de Buenos Aires, de cerrar los boliches a las 3 de la mañana. En mi entonces juventud levantaba la bandera del rechazo mediante Kapanga y el Mono Relojero. Tengo recuerdos de zamarrear durante la semana a mi compañero de banco del secundario, aún sin ser yo un asiduo salidor a boliches, puesto que nunca fueron de mi agrado.
Si recuerdo haberme sentido más afectado en la intendencia de Aníbal Ibarra, cuando se ejerció la prohibición de vender alcohol en kioscos. Dicha prohibición fue adaptada por los 24 horas del centro, que pusieron una mesita con dos banquitos y, de paso, nos salvaban de la oscuridad marginal que se vivía por entonces en la Plaza San Martín, aunque no por eso era menos divertido hablar con quienes solían desfilar allí.
Hoy por hoy, honestamente, me importa poco y nada el tema, puesto que no estoy dentro de ese rango que se pone en pedo para cagarse a trompadas o terminar en un hospital. No sé si servirá, pero la excusa de que no se pueden cambiar las costumbres es falsa. De pendejo en los trenes se podía fumar, había un vagón fumador y otro no y así. Se podía fumar en los bondis. Hasta no hace mucho tiempo, en los bares.
La negativa que se dio a este tema hace unas semanas, tras la reunion Ciudad-Provincia, y el fuerte rechazo que manifiesta Horacio Rodríguez Larreta a no querer actuar en consecuencia, sino encapricharse en que debe ser algo en conjunto, no me deja mucha claridad más que la de pensar en cierto arreglo con los empresarios. Claro, hay que tener en cuenta que tengo el prejuicio de que el Jefe de gobierno porteño, es un empresario, por ende puedo ser malpensado. Es más, me exijo ser malpensado. Pero si se la pasan pidiendo que alguien haga algo, y mal que mal, uno decide, ¿por qué esa postura chiqulina?
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