HAce 36 años, Juana, estaba embarazada de Alejandrito. Era su tercer hijo, el segundo con su actual esposo. Antes había sufrido la pérdida de dos mellizas, que luego de nacer, no recibieron la adecuada atención. Pero se había sobrepuesto con Jorge (el mayor), Nibaldito, y ahora la llegada de Alejandrito, que adoptaba el nombre de su padre (y el segundo de su abuelo: Sebastián). Siempre había un motivo para sobreponerse. El lugar era Santiago de Chile. Juana, que era una mujer laboriosa, carente de educación primaria (aunque sabía leer y escribir, no habia terminado el colegio) y sin ideales políticos, soñaba con el nuevo país. Soñaba con la idea de que por fin, en un país donde no había educación superior pública, podría mandar a sus hijos a la Universidad, soñar con la casita que iba pagando de a poco gracias al gobierno popular. Pero hace 36 años, Juana, como siempre, cargaba una bolsa de ropitas sucias y las refregaba en un patio. Su panza ya superaba los 6 meses de gestación, peero no iba a impedir que, con sus piernas y brazos cortitos, pudiera lavar la ropa y luego pensar en qué cocinar mientras su esposo Alejandro parecía apesadumbrado en el comedor. En el piso hasta se podían ver sus sueños destruídos. Juana, sin saber qué ni cómo se desarrollaba la política de un país, refregó dos veces el jabón en una remera. Frenó. Se puso a llorar. Desconsoladamente. Quisó cerrar el agua pero no pudo. Se escapaba, a caudales, huía, se desvanecía, no se podía parar. Sus manos laboriosas no podrían hacerlo. Alejandro llegó, la miro, y Juana encontró que en él los ojos también lloraban, aunque con su mismo rostro sereno de siempre. Se abrazaron un instante, sin dejar de llorar. En la panza, Alejandrito parecía patear. Juana amagó con la sonrisa más amarga de su vida. Se estaban cerrando las grandes alamedas, y la pequeña casa se volvía más oscura de lo que jamás hubieran imaginado.
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