viernes, 21 de septiembre de 2007

Confluencia

Gruesas gotas de lluvia dibujaban en la ventana del colectivo, varias líneas que no hacían nunca un mismo recorrido. Si seguían un camino similar por unos segundos, en algún punto se separaban y terminaban siendo dos gotas independientes la una de la otra, con sólo un pequeño momento de casualidad uniendo sus vidas. Una efímera confluencia. El espectáculo que presenciaba Ramiro podía pasar desapercibido para cualquier hombre. Incluso para él, que miraba la lluvia detrás de las gotas artistas que actuaban para él en primer plano. La multitud de gotas que caían sin sentido de la estética en la calle y en la vereda llamaban más su atención. Por lo menos hasta que Sarah se sentó a su lado. Sarah amaneció esa mañana sola, algo que se había vuelto costumbre de las últimas tres semanas, cuando un último amante casual le dejó de recuerdo una noche violenta y un ojo morado, del que aún quedaban vestigios tras los gruesos lentes oscuros. Un pequeño lunar, de esos que hacen historia y sobre los cuales los hombres hacen películas y canciones, se posaba encima del lado izquierdo de sus finos labios. Llevaba una campera piloto color negro, que estaba empapada, al igual que sus cabellos. Nunca le gustó a Sarah eso de taparse el pelo cuando llueve, siempre le gustó mojarse en la lluvia. Ahora los cabellos color caoba húmedos, como siempre que el cielo decidía barrer algún sentimiento en los mortales, despedían un aroma como el del pasto mojado, como un campo de flores (la que más le guste) recién bañado por el rocío caprichoso de invierno. La aparición de Sarah quitó protagonismo a la lluvia y Ramiro, en un intento de controlarse que quedó hundido en el fracaso, rompió el boleto que había sacado al subir al bondi. No estaba lleno, pero no quedaban asientos individuales, y los del lado derecho tenían por lo menos un pasajero. El recorrido del colectivo rondaba el barrio de San Cristóbal, saliendo de Montserrat, cuando el chancho subió. Un hombre de cara recortada, tez blanca, grueso bigote que mostraba distintos tonos de marrón, y hasta algunos grises y blancos. Un gorro que parecía una mala copia de uno policial, y vestido con una camisa a medio abotonar y pantalones grises. Saludó al conductor con un ligero toque en su gorra y se dispuso a pedir boletos a las gentes, que, parsimoniosamente, formaba parte del ritual de trabajo de la especie en extinción que es el Chancho. Con una voz ligera, y mucho menos gruesa de lo que podía amenazar su aspecto, pedía el pasaje y lo agujereaba, a veces dificultosamente. Luego un “gracias”, arrastrando la última consonante, como si resaltándola se le diera un significado mayor a la palabra. Ramiro y Sarah se encontraban en el anteúltimo asiento doble, antes de que la fila se cortara por la presencia de la puerta trasera, la que reza que “mire atrás al bajar”. La presencia del Chancho sólo fue asimilada por Ramiro cuando lo tuvo a un asiento de distancia. Algo confundido miró su boleto partido sin intención en dos partes casi iguales. Su atención seguía, por lo menos en buena parte, en la figura de Sarah, que parecía no haber notado nunca su figura. Finalmente el guarda llegó a Sarah, sentada en el asiento del pasillo, y pidió su boleto, que ella dio y recibió con una sonrisa luego de haber sido marcado. –Boleto –pidió ahora a Ramiro. –Si, señor –dijo Ramiro y extendió en una mano las dos partes, tal como estaban. El Chancho miró el boleto y luego a Ramiro, que permanecía, por lo menos a simple vista, tranquilo, con la gorra negra y su remera roja, con la imagen central de la caricatura de un piojo personificando un pirata, con sable, gorro y parche en el ojo. –No puedo aceptar esto –dijo el guarda, una vez finalizado el examen ocular del pasajero. –Mire la hora, la fecha... –pidió Ramiro, mostrando en el tono de su voz un pequeño dejo de, quizás, resignación, o de pizca de desesperación. –Esta todo arrugado además, ¿Cómo sé si lo sacaste hoy? –preguntó el chancho, tomándose del pasamanos del asiento ante el pasaje de un bache, o de una piedra que sobresale de la calle mal asfaltada. –No, no, lo tomé allá en Santa Fe, antes que empiece a llover pasa que... –Ramiro notó que Sarah había posado los ojos por uno segundos en él, sorprendida de verse entre medio de aquella situación, acomodándose los lentes oscuros, temiendo aún que el pequeño tono violáceo que quedaba bajo su ojo izquierdo. –¿Qué pasó, a ver? –el guarda mostraba paciencia, quizás todo sea finalmente un juego macabro que consta de disfrutar en poner a un pasajero nervioso, en aprietos. A simple vista, era evidente que no podría cobrar a Ramiro el equivalente al precio de diez boletos mínimos. –Nada, pasó que yo estaba acá, mirando la lluvia, y de pronto subió ella, ¿no?, y entonces... –Sarah se sorprendió aún más al verse ahora involucrada en la historia, levemente abrió la boca, dejando que los labios se separasen lentamente. Algunos pasajeros que se contorsionaban para mirar hacia atrás vieron a Ramiro semi-parado, que seguía con el relato–... y entonces vino ella y me agarró así, como medio sorprendido, y lo único que hacía yo era mirar por la ventana y jugar así con el boleto, como uno hace, que lo hace bollito, lo abre, lo enrolla como si fuera un cigarro, lo dobla en dos, en cuatro, ¿vio? Uno cuando está aburrido hace cualquier cosa, y yo cuando viajo me embolo, ahora que llueve uno puede ver la lluvia que cae en la calle y toda la gente corriendo, pero bueno, la cosa es que subió ella y entonces yo, como que tuve que hacer algo, ¿vio?, no sé, si en ese momento hubiese tenido un pomo de mayonesa, habría hecho saltar un chorro, así, como por instinto fue. Digo, uno ve a una mujer tan linda y las manos como que por un minuto se mueven solas, hacen un esfuerzo, un movimiento brusco, sin pensar en las consecuencias... y eso – Cuando terminó de hablar, algún pasajero sonrió con cierta jocosidad, otros se volvieron a mirar el paisaje gris que Buenos aires tenía para ellos en ese día. Sarah se había ruborizado un poco, y el guarda la miraba de reojo, quizás intentando comprender al muchacho, que se metía las manos en los bolsillos y también parecía haberse encontrado con cierto grado de vergüenza luego de su exposición. El colectivo frenó y dejó bajar a los pasajeros que llegaban a destino y también a Ramiro, que había sido despedido del ómnibus, de forma algo arbitraria, pero siendo reconocido por algunos pasajeros que pidieron por su permanencia. Sarah se había quedado impávida, sólo se movió para que Ramiro pasase enfrente de ella. El semáforo rojo estaba a punto de cambiar, cuando Ramiro miró hacia donde segundos antes se encontraba sentado, ahora sin resguardo, comenzaba a empaparse. Sarah lo miró desde arriba, haciendo, con mucho esfuerzo luego de tantos días, una mueca de sonrisa, que engalanaba aún más el aspecto de su rostro perfecto, y mostraba el pequeño lunar como un detalle más hermoso. Pero lo que llamó la atención a Ramiro fueron las gotas que surcaban caminos en la ventana. Algunas se tocaban por unos segundos, y mientras caían se separaban, volviendo a ser independientes la una de la otra. Pero teniendo una efímera confluencia.

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