domingo, 17 de junio de 2007

Pepo

Los deseos cumplidos de Pepo eran tan efímeros que sólo bastaba con mirarlos una vez. Ni siquiera había que inmiscuirse en ellos para sentirse feliz, ya que era todo tan rápido, duraba apenas milésimas de segundos, no se podía siquiera articular una sonrisa que enseguida todo desaparecía. Los deseos de Pepo cambiaban en cada hora, quizás sumando los veinticuatro deseos de un día se podía obtener una felicidad mas o menos duradera, quizás llegando al medio segundo, pero eso teniendo en cuenta que debían de cumplirse todos los deseos que Pepo tuviese, cosa que no había sucedido salvo una vez, de la cual Pepo no recuerda nada, ya que era muy pequeño entonces, y se sabe que cuando uno es chico lo que vive es el presente, y el pasado se olvida de forma casi instantánea, en la niñez, rara vez el presente deja rastros que en el futuro puedan manifestarse en ideas de pasado, se manifiestan mas bien con la idea de niñez. Por eso cuando recuerda, en muy raras ocasiones, aquellos deseos que se cumplieron, lo hace recordando, por ejemplo, a su madre. O el aroma de las torta fritas, o el frío que envuelve a la playa luego de la caída del sol. Entonces aparecían, cierta vez aislados, cierta vez casi pegados, algunos de aquellos deseos, tan simples, tan chiquitos, tan fugaces. Pepo caminaba mayormente por una avenida importante de la ciudad, a veces trabajaba, a veces no. A veces ganaba dinero, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba diseñando algún deseo que cumplir para la hora siguiente. Cuando pasaban los sesenta minutos desde que se proponía cumplir alguno, si éste no llegaba, entonces simplemente desistía, y anotaba el deseo incumplido en una pequeña libretita que tenía dentro del bolso viejo y sucio que llevaba a todos lados consigo. Había varios deseos allí, muchos servirían para cuando no se le ocurriese uno nuevo, entonces recurriría a la libreta para cumplir uno de esos rebeldes. Cuando el deseo se cumplía antes del plazo de sesenta minutos, entonces podía descansar. Se sentaba en las escalinatas de la parroquia, o en algún banco de plaza, o en el cordón de alguna vereda parcialmente despejada de peatones en una calle poco concurrida, y descansaba. Miraba a la gente que pasaba, o pensaba en la que no lo hacía, imaginaba las causas. Algunos no pasarían quizás por temor. Temor que podría infundarse en el aspecto de Pepo, que lucía más bien como la imagen clásica de un linyera, pero con la diferencia de que Pepo tenía un bolso y una libreta con deseos incumplidos. Otras personas no pasarían porque simplemente esa calle no estaba en sus rutas, otras porque ni siquiera saldrían de sus casas, y muchas porque ya ni siquiera deberían de estar vivas. Una chica pasaba llorando entonces Pero se imaginaba las causas de su llanto. Una mala nota, un reto de los padres, una ruptura amorosa, una llave perdida (con todos los significados que puede tener esta opción) Quizás algún deseo incumplido, un beso que no llegó, o un beso que significó el último. Un hombre pasaba de la mano con una niña, entonces el imaginario iría desde un padre con su hijita, hasta un depravado con una víctima, pasando por todos los parentescos y posibilidades existentes. A veces el pensamiento lo hacía divagar tanto que se le pasaban los minutos que había calculado para seguir con sus deseos efímeros, pero eso no lo limitaba para cumplirlos. En su anotador, había cerca de dos carillas con deseos incumplidos. Entre otros se podía leer “Encontrar una piedra pentagonal”, “Hacer el crucigrama del diario del día 12 de Enero”, “Contar al menos 50 perros dálmatas”, “Lograr el beso de la primer señorita que vea en la cuadra número diez”, “Terminar el jueguito de disparos con una ficha”, “Saber su deseo más profundo”, “Comer algo”, “Ver ganar al equipo de la derecha”, “Encontrar unos zapatos mejores”, “Escuchar de nuevo la canción”. Y así, cada deseo incumplido ocupaba un renglón, y muy pocos de ellos estaban tachados. Uno de ellos señalaba la muerte de alguien, pero el nombre estaba tan borroneado que ni siquiera Pepo supo quién sería esa persona, por lo que, entre los últimos deseos incumplidos, había anotado el de saber a quién podría odiar tanto como para desearle la muerte. Incluso llegó a pensar que sería él, y se asustó al notar que en su cuadernillo no estaba anotado el deseo de “Morir”, ya que sin dudas lo había imaginado alguna vez, sentado a la sombra de un árbol para más datos.

No hay comentarios: