miércoles, 30 de enero de 2008

El Zorrito

El Zorrito espera agachado, tras el cadáver de un árbol que acaba de caer. El árbol vivió cerca de 180 años, y siempre estuvo solo, a pesar pasar rodeado de miles de semejantes. Nunca pudo encontrar a alguien para pasar un rato, salvo algún que otro pájaro extraviado que buscó calor entre sus ramas, pero voló, a más tardar, al día siguiente. Cuando sintió que llegaba el momento de morir, miró hacia el frente y encontró las mismas caras que cuándo, hacía ya 180 años, vio, siendo apenas una semillita. No encontró boca para expresar su amargura por morir así, y fue en ese momento en que se dio cuenta que por eso no tuvo amigos, porque no tenía boca para decir lo que pensaba. Si no tuvo boca, entonces ¿de qué le podría servir pensar? Cayó sin hacer ruido y se partió en dos, quedando la parte quebrada en una postura elevada, gracias a unas piedras que no acaban de erosionarse. El zorrito espera agachado, cerca de las piedras que alguna vez fueron grandes rocas. Ahora se sentían viejas. El tiempo no dejaba de pasar, llevándose consigo cada día, y con cada día un poco más de lo que alguna vez fueron vigorosas rocas, inamovibles de aquél lugar de privilegio, dónde el sol da durante el invierno, y la sombra gobierna en verano. En una época, el lobo blanco que supo liderar la manada, trepaba en ellas y desde allí solía buscar su alimento. Las rocas siempre se enorgullecían de ser las “mejores amigas del lobo”. Poco a poco las visitas del lobo blanco fueron escaseando. Un día, sintieron que algo las rasguñaba, y les dejaba un rastro caliente y espeso. El lobo se desangró en ellas, antes de poder llegar al punto más alto. Los cazadores lo atraparon, ante el llanto impotente de las rocas, que , desde aquél día, no tuvieron más que darse cuenta cuánto estaban empequeñeciéndose. Hace unos minutos, el árbol al que nunca escucharon hablar, se había desplomado sobre ellas, y también murió. El zorrito espera agachado. Tras el cadáver del árbol y las piedras moribundas, hay un declive importante de tierra. Por la época, está cubierto de hojas secas, amarillas, y naranjas. El zorrito mira con sus ojos llenos de angustia, las orejas agachadas, como un perro pobre. Por la parte en que el suelo vuelve a ser plano, dónde acaba el declive, los hombres pasan, erguidos en sus caballos, bien vestidos, como señores. Algunos van borrachos, y el zorrito sabe que debe lanzarse sobre ellos. Algunos perros ya lo olfatearon, y ladran, mostrando sus colmillos. El zorrito junta sus fuerzas, está a punto de atacar al que está más a la derecha, desde su vista. Sin embargo se da vuelta y sigue huyendo. Quizás lo atrapen, lo sabe. Es lo más probable. Entonces antes de matarlo, le cortarán la cola, y antes de cerrar los ojos, verá como alguno de los 5 hombres levanta aquel trofeo. Sin embargo empieza a llover. Primero unas gotas, luego más, luego un diluvio, y desde lejos el grito de uno de los hombres, en un lenguaje inentendible. Se irán, todos, con los perros. Entonces será momento de buscar un árbol, o un hueco para guarecerse del chaparrón. Se salvó de la matanza inútil a la que someten a los de su estirpe. Mojado, aliviado, siente las gotas de lluvia que lavan su hocico, agradecido al cielo por haberse salvado de esa situación. Hay un pequeño hueco que se formó con tierra y algunas rocas, que parecen estar firmes. Es tiempo de guarecerse, de tranquilizarse, de estar vivo. No muy lejos ha quedado la casa de los hombres, el sitio. Se escuchan cacarear a las gallinas, que parece que estuvieran festejando algo. Quizás, cuando la lluvia escasee un poco, sea el mejor momento para buscar algo para comer. Algún huevo fresco, tal vez. O más, hasta saciar el hambre. Los ojos del zorro se dilatan. Se saborea pensando en el festín, parece como si estuviese riendo.

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